Hizo historia. “Todavía estoy en un proceso de decantación de todo esto”, confía Martín Carosso mientras disfruta de unos días junto a sus sobrinos en Boca Ratón, Estados Unidos.
Fueron 48 días: el primero de diciembre de 2024, el Roxy partió desde Tenerife, en las Islas Canarias, con diez remeros y finalizó la travesía épica el 17 de enero en Isla Antigua, en el Caribe. “Pasé la Navidad, el Año Nuevo y mi primer aniversario de casado en medio del Atlántico”, resume emocionado el hombre de 36 años en conversación con Infobae, maravillado también por su propia aventura.
“Esos 48 días fueron non-stop, y ahora intento procesar lo que vivimos allá”, admite y dando cifras exactas cuenta que el recorrido fue, aproximadamente, de 4.800 kilómetros, para los que con sus compañeros se repartieron 192 turnos de 3 horas. “En total, fueron 576 horas de remo; 14.500 remadas por día y 696.000 remadas en total las que nos llevó cruzar el Atlántico”.
Así se convirtió en el primer argentino en cruzar algún océano a remo y el octavo sudamericano. En el mundo, sólo 1.900 personas completaron un cruce similar y él es uno de ellos. “Lo que más siento es gratitud. Estoy lleno de gratitud porque lo disfruté desde que el proyecto comenzó a materializarse, desde que comenzamos a organizarlo”, asegura sobre el viaje en el que además conoció a un futuro astronauta estadounidense, vio los mejores amaneceres y puestas del sol, delfines jugueteando en las aguas y peces voladores que daban saltos de más de 50 metros.
Martín es profesor de Educación Física. A los 17 años comenzó a practicar remo y desde hace 13 que es entrenador de remo: preparó para competir a la Selección Paralímpica de Remo. También es docente y emprendedor, pero sobre todo, se define como amante de la naturaleza, la aventura y los desafíos.
Es, además, es un hombre que se atrevió a ponerse un reto y a buscar el paso a paso para concretarlo. “La primera vez que vi un bote de remo oceánico fue en 2010, en una regata en Londres. Me llamó tanto la atención que desde entonces no dejé de investigar sobre ellos. Catorce años después, pude probar uno por primera vez y sumarme a una expedición que marcó mi vida”, asevera.
En julio del año pasado, Martín probó por primera vez un bote de remo oceánico y empezó a negociar su participación en la próxima aventura del Roxy. “Después de muchos mails y gestiones, me propusieron ser parte de la expedición”, revive feliz.
Para financiar su lugar en la travesía, consiguió el apoyo de una empresa suiza que cubrió gran parte de los costos, mientras que la Federación Suiza de Vela lo equipó con ropa técnica para la navegación. Con la ayuda de amigos y familiares, logró completar el presupuesto necesario, una experiencia que describió como un “lindo biribiri de gestiones y management” que marcó el inicio de su aventura oceánica.
Los 48 días en el Atlántico
La expedición comenzó en las costas de La Gomera, en las Islas Canarias, lugar de salida para numerosos desafíos atlánticos a remo. El destino final: alguna playa paradisíaca en el Caribe, a más de 4.800 kilómetros de distancia. Durante semanas, la tripulación remó sin interrupción, organizándose para garantizar el movimiento continuo del bote, día y noche.
No podían liberar nada al azar en medio de la mismísima nada. Y el Atlántico no les dio tregua. Así como se deslumbraron con sus bellezas también padecieron sus fuerzas: las fuertes corrientes, los vientos cambiantes y el implacable sol fueron solo algunos de los obstáculos que enfrentaron en esta travesía.
“Las condiciones del océano nos exigieron no sólo preparación técnica, sino también una enorme fortaleza mental. Cada remada representó un paso hacia lo desconocido”, asegura pero también hubo momentos de emoción con los amaneceres únicos y encuentros ocasionales con fauna marina.
Volviendo a la parte más técnica, dice que la logística detrás de la travesía fue tan desafiante como el viaje en sí. El bote, diseñado específicamente para largas travesías oceánicas, está equipado con recursos básicos para la supervivencia: desalinización del agua, almacenamiento de alimentos liofilizados y sistemas de comunicación satelital. Sin embargo, las comodidades escasearon: la tripulación durmió espacios mínimos, protegidos solo por pequeñas cabinas del constante movimiento de las olas.
Pese a las que pudieron ser experiencias poco amables, todo lo que vivió es para él un aprendizaje y se siente agradecido. “Mi disfrute comenzó meses antes, mientras trabajaba en la gestión de todo. El entrenamiento fue intenso, pero me llenó de gratitud y motivación”, confiesa. Nada de lo que vivió lo sorprendió para mal: “Sabíamos que era algo extremo. Había olas de cuatro o seis metros, pero el miedo nunca reinó. Siempre trabajamos en equipo y apuntamos a la mejor opción para seguir adelante”.
Fuente: Infobae
