Florencia transitó la enfermedad de su hija con una entereza que rozaba lo inverosímil. En lugar de hundirse en la desesperanza, eligió acompañar el final con amor, sentido y calma. “Lo único que estaba pensando en ese momento era que Delfi estuviera bien”, recuerda. El duelo, dice, podía esperar; lo urgente era garantizarle a su hija una muerte digna, tal como ella lo había decidido.
Delfina falleció el 14 de febrero de 2025. Tenía 25 años. Era la mayor de tres hermanos —Manuel y Salvador, de 17 y 15—, una joven inquieta, decidida, apasionada. Vivió en Nueva Zelanda y Estados Unidos, practicó hockey, se volvió runner, y perseguía sus metas con una energía luminosa. Pero el cuerpo la traicionó. Una convulsión marcó el comienzo del final: un glioblastoma multiforme, uno de los tumores cerebrales más agresivos, la condenó a un pronóstico inquebrantable: un año y medio de vida, como máximo.
El día que ingresó al hospital para morir, ya no podía caminar. Le faltaban cinco días para despedirse. Aun así, Delfina mantuvo su decisión: quería elegir cómo partir, sin dolor, sin sufrimiento, con la misma libertad con la que había elegido vivir.
Su madre, Florencia, tomó ese deseo como una bandera. Desde entonces, lucha por la sanción de una ley de eutanasia en Argentina, inspirada por el ejemplo de su hija y por el reciente paso histórico de Uruguay, el primer país de Sudamérica en aprobar una ley que reconoce el derecho a morir dignamente.
“Delfi sabía lo que quería. Yo solo la acompañé”, dice Florencia. Hoy, su voz no busca consuelo, sino justicia: que ninguna otra persona tenga que mendigar el derecho a decidir cuándo y cómo morir.






















