En las calles empedradas de la Buenos Aires colonial, bajo un cielo gris de mayo, los aromas de la comida casera se mezclaban con el fervor revolucionario. Mientras en 1810 los patriotas debatían el futuro de una nación en gestación, en las cocinas de las casas y los fogones de las pulperías se cocinaban dos platos que, con el tiempo, se convertirían en emblemas de la identidad argentina: el locro y las empanadas. Estos manjares, nacidos de la fusión de tradiciones indígenas, europeas y criollas, son mucho más que comida: son un relato vivo de la historia y la cultura de Argentina. Acompáñanos en este viaje al pasado para descubrir sus orígenes y cómo se convirtieron en los reyes de las mesas patrias.
El locro: El guiso que unió mundos
Imagina un fogón en el altiplano andino, siglos antes de que los españoles pisaran América. Los pueblos originarios, como los quechuas y los aimaras, cocinaban un guiso espeso a base de maíz, zapallo y porotos, ingredientes que la tierra generosa les ofrecía. Este plato, conocido en quechua como luqru o rukru, era una preparación comunitaria, un ritual de unión que se cocinaba a fuego lento en ollas de barro. Cada región tenía su versión, con variaciones según los cultivos disponibles: maíz blanco o amarillo, habas, quinoa o papas.
Con la llegada de los españoles en el siglo XVI, el locro comenzó a transformarse. Los colonizadores introdujeron carnes, como la de vaca y cerdo, y grasas que dieron al guiso una nueva textura y sabor. En el Virreinato del Río de la Plata, el locro se adaptó al paladar criollo, incorporando cortes como mondongo, tripa gorda y charqui. En las zonas rurales, los gauchos lo cocinaban en grandes ollas al aire libre, mientras las familias urbanas lo preparaban para ocasiones especiales.
Para el 25 de mayo de 1810, el locro ya era un plato popular en Buenos Aires. Se dice que, durante los días de la Revolución de Mayo, las pulperías porteñas ofrecían locro a los vecinos que se reunían a discutir los acontecimientos. Su simplicidad y abundancia lo hacían ideal para alimentar a multitudes, y su calidez reconfortaba en los días fríos de otoño. Con el tiempo, el locro se convirtió en el plato estrella de los festejos patrios, especialmente el 25 de mayo, cuando las familias se reúnen alrededor de una olla humeante para compartir historias y sabores.
Una anécdota del Centenario de 1910 cuenta que en Mendoza se organizó una «locrada» masiva para miles de personas. El guiso, preparado con maíz traído de los valles andinos y carne de las estancias locales, se sirvió en la plaza principal. La crónica de la época relata que el aroma atraía a los transeúntes desde cuadras de distancia, y hasta el gobernador se sumó a la fiesta con un plato en la mano.
Las empanadas: Un bocado con historia global
Si el locro es el abrazo cálido de la patria, las empanadas son su alma viajera. Este bocado, que hoy asociamos con los festejos del 25 de mayo y el 9 de julio, tiene raíces que se hunden en la antigüedad. La idea de rellenar masa con ingredientes y cocinarla tiene antecedentes en la Persia del siglo IX, donde se preparaban pasteles rellenos de carne especiada. Los árabes llevaron esta tradición a España durante la ocupación musulmana, y de allí cruzó el Atlántico con los colonizadores.
En América, las empanadas encontraron un nuevo hogar. Los pueblos originarios ya trabajaban con masas de maíz, y los españoles adaptaron sus recetas al maíz, el trigo y los ingredientes locales. En el noroeste argentino, las empanadas comenzaron a tomar forma con rellenos de carne cortada a cuchillo, cebolla, huevo y, en algunos casos, pasas o aceitunas, herencia de la influencia árabe. Cada región desarrolló su estilo: las salteñas, jugosas y picantes; las tucumanas, con su masa crujiente; las mendocinas, con un toque dulce.
En la Buenos Aires de 1810, las empanadas eran un alimento cotidiano, pero también festivo. Las vendedoras ambulantes, conocidas como «empanaderas», recorrían las calles con canastas llenas de empanadas recién horneadas, ofreciéndolas a los asistentes de los eventos revolucionarios. Una crónica de la época relata que, durante el primer aniversario de la Revolución en 1811, las empanadas se agotaron en la Plaza Mayor, y los vecinos improvisaron un trueque de empanadas por pastelitos, otro clásico patrio.
Con el paso de los años, las empanadas se consolidaron como un símbolo de celebración. En 2010, durante el Bicentenario, un festival en Tucumán reunió a cocineros de todo el país para competir por la «mejor empanada». La ganadora, una empanada salteña con un toque de comino, fue aplaudida por miles de asistentes, y la receta se compartió en diarios y mercados como un tesoro nacional.
Sabores que cuentan una historia
El locro y las empanadas no son solo platos: son un reflejo de la mezcla cultural que define a Argentina. El locro, con su origen indígena y su evolución criolla, habla de la resistencia y la adaptación de los pueblos. Las empanadas, con su herencia global y sus variaciones regionales, cuentan la historia de un país diverso y acogedor. Cada 25 de mayo, cuando las familias se reúnen para compartir estos platos, no solo celebran la gesta de 1810, sino también la riqueza de una identidad forjada en el crisol de sabores.
Hoy, mientras el locro burbujea en las ollas y las empanadas doradas salen del horno, los argentinos seguimos honrando una tradición que trasciende el tiempo. En cada bocado, hay un pedazo de historia, un eco de aquellos días de mayo que cambiaron el destino de una nación.
